En un reciente viaje a Nueva York vi frustrado mi deseo de visitar la Hispanic Society of América al encontrarse cerrada por un largo periodo debido una la restauración integral del edificio.
A pesar de ello, unos días después abrió en el Museo de Prado de Madrid una exposición con una muestra representativa del catálogo de la Fundación, desplazada a España precisamente por la obra de la restauración.
La Exposición, por supuesto,, no me defraudó en absoluto, salvo por el hecho de no poder contemplar los murales que Sorolla pintó para la Sociedad, que quedaron en Nueva York. La exposición me permitió conocer la personalidad del hombre que creó esta sociedad: Archer Milton Huntington.
Huntignton nació en Nueva York en 1870, y desde niño tenía clarísimos sus intereses: “No creo que haya una cosa tan espléndida como un museo; me gustaría vivir en uno”, escribió en su diario. Debía su apellido al segundo esposo de su madre, Arabella, el riquísimo magnate ferroviario Collis P. Huntington. Arabella aprovechó los recursos económicos que le habían proporcionado sus segundas nupcias para componer una colección de arte donde destacaban las obras de los viejos maestros holandeses y franceses. Y el propio Archer recibió una educación exquisita que no descuidaba las artes, los idiomas y las Humanidades.
El primer contacto de Archer con la lengua española se produjo gracias a los empleados mexicanos del rancho de una tía suya, pero la revelación llegó durante un viaje por Europa a los doce años cuando adquirió en Londres un libro sobre los gitanos de España. “Fue entonces cuando se apasionó por este país”, nos explica Mitchell A. Codding, actual director de la Hispanic Society, ante un café en su hotel, situado a unos pocos metros del Prado. “Pero no quiso viajar a España hasta que no hubiera aprendido más sobre ella. Investigó sobre su cultura, estudió español –con una profesora de Valladolid– y hasta árabe. Y por fin hizo el viaje en 1892, con veintidós años, siguiendo la misma ruta del Cid, desde el Norte hacia Valencia”.
Para entonces Archer había reunido en su biblioteca unos 2.000 libros españoles o sobre temas hispánicos, y llevaba al menos tres años tramando el plan de abrir su propio museo, un plan que documentó con todo lujo de detalles. Por cierto, para escarnio de sus propios familiares, que consideraban la idea más bien descabellada. Pero quien ríe el último ríe mejor: cuando murió su padrastro, se vio con treinta años y una inmensa fortuna que empleó en comprar libros y obras de arte españolas, principalmente fuera de este país para no menoscabar nuestro patrimonio. “Él no era como Hearst y otros millonarios americanos que tenían gente por toda Europa comprándoles trofeos”, puntualiza Codding. “Huntington no quería trofeos: lo que le obsesionaba era crear su propio museo”.
Y vaya si lo creó: en 1904 se emitía el acta fundacional de la Hispanic Society of America. Nótese que la institución no llevaba su nombre, hecho insólito entre los mecenas de ayer, de hoy y de siempre. Para alojarla, adquirió un amplio terreno en el Upper Manhattan, sobre el que comenzó las obras de construcción de un elegante palacio de estilo Beaux Arts. Allí se materializaba al fin su sueño cuatro años más tarde: en 1908 la biblioteca y el museo de la Hispanic Society eran una realidad. Al principio con un contenido bastante limitado, pues unas cuarenta pinturas parecen poca cosa para un museo. Más cuando con las prisas muchas de ellas resultaron no ser obras de los grandes maestros que los marchantes le habían asegurado, sino de su talleres y seguidores.
Sin embargo, pronto lo amplió cuantitativa y cualitativamente con excelentes lienzos –auténticos– de Velázquez, el Greco o Goya. Durante un nuevo viaje a Europa conoció la obra de Sorolla, que le entusiasmó. El enorme éxito de la exposición que le dedicó en su museo benefició a todo el mundo: propulsó la fama de pintor valenciano en América, amplió la colección de la Hispanic Society (que adquirió algunas de sus pinturas) y puso definitivamente en el mapa a la institución. En 1911, Huntington encargó a Sorolla la realización de una serie de lienzos de gran formato sobre las regiones de España que tardó ocho años en finalizarse, y que hoy constituye probablemente el mayor reclamo del museo. Un año más tarde trató de repetir la operación con otra gran muestra de un artista español vivo, esta vez Ignacio Zuloaga. El éxito fue menor y no hubo encargo faraónico, aunque sí se compraron algunos de los cuadros del pintor vasco y, lo que es más importante, el millonario y el artista se hicieron grandes amigos.
Huntington siguió ampliando su colección, organizando exposiciones, financiando las artes y las letras y viajando por el mundo. Se divorció de su primera esposa –una prima suya– y volvió a casarse, esta vez con la escultora Anna Hyatt, que realizó la algo grandilocuente estatua de bronce del Cid Campeador que se erige en el patio del edificio (y de la que, por cierto, se realizaron varias copias, una de las cuales se encuentra en Sevilla y otra en Valencia). Cuando falleció, en 1955, hacía mucho que la suya era la mayor colección artística y bibliográfica de temas hispánicos fuera de nuestro país.
https://es.wikipedia.org/wiki/Archer_Milton_Huntington